Cuando empiezas a trabajar no tienes ni la más remota idea de nada. El sistema de formación del profesorado español es lamentable. Sabes de tu materia (es lo que te piden fundamentalmente en la oposición), pero no tienes ni idea de cómo enseñar. El CAP, que dado su nombre, supuestamente te capacita para enseñar es, como todo el mundo sabe, un absoluto fraude, un trámite que hay que pasar y pagar. Con este raquitismo entras en clase y te encuentras con treinta críos que, lo primero que hacen es medirte: ¿hasta dónde nos permite llegar? Empiezas mal porque tienes el handicap de profesor joven: inspiras menos respeto y das menos miedo que los profes veteranos. Estas nervioso y eres un novato. Eso se ve y ellos lo huelen deprisa.
¿Qué haces? Buscas en tu memoria referentes: ¿qué es lo que hacían tus profesores? Y lo copias. Lo último que has visto es a tus profesores de universidad por lo que tu estilo será similar. Comienzas muy fuerte, supliendo tus grandes carencias con un alto nivel de contenidos y de exigencia. Y aquí viene tu primer shock de realidad: ellos saben mucho menos de lo que tú te crees. Y sufren. Lo peor que le puede pasar a un alumno es un profesor novato: será más difícil aprobar que con un veterano. Explicará peor: utiliza un vocabulario extraño, da muchas cosas por sabidas, corrige con un rotulador rojo demasiado inflexible y despiadado. El profe novato abusará de la clase magistral sin saber que los chavales de la ESO no aguantan más de veinte minutos escuchándote. También se encontrará con los temidos problemas de disciplina y, a él precisamente, le costará mucho más mantenerla que a otros (pues no sabe hacerlo). Saldrá espantado cuando se encuentre con alumnos especialmente problemáticos. Se enfrentará a ellos, tomándose una burla cualquiera como un ataque personal y se sentirá bastante impotente al no poder partirle la cara al niñato bacilón de turno. Estará creando (y sobre todo creándose) problemas donde lo que hay que hacer es evitarlos.
Después de varios años sobreviviendo, mejoras, aprendes la profesión y, al fin, te conviertes en profesor después de un quizá demasiado largo bautismo de fuego. ¿Cómo eres como docente? Aquí entra ya la personalidad, capacidades, aprendizaje, experiencias y formación de cada uno. Cada profesor crea, necesariamente, su propio estilo. ¿Cómo soy yo en el aula? En un cierto ejercicio de egotismo (perdóneme el lector por tanta osadía) y de autopercepción (no sé hasta qué punto distorsionada) voy a hacer el esfuerzo de definirme. Empezaremos por lo que creo que son mis virtudes:
1. Soy divertido. Creo que una de mis cualidades es el sentido del humor. Me gusta pasarlo bien y que la gente que está a mi alrededor también se lo pase. Odio ver a mis alumnos soberanamente aburridos, por lo que, constantemente, hago bromas para despertarlos de su letargo. A veces, me parezco a un monologuista del Club de la comedia, lanzando largos discursos absurdos sobre cualquier nimiedad. Con ello pretendo varias cosas: pasarlo bien yo, que no odien mi materia al asociarla con algo que puede ser divertido, que estén despiertos y activos y crear un ambiente positivo, no hostil. No quiero que los niños piensen que lo mejor del mundo está fuera del instituto mientras que dentro solo se va a sufrir. Hay que sacar la educación del aula a la vez que hay que hacer apetecible el aula.
2. Soy apasionado. Esta es mi mejor virtud. Me gusta lo que enseño y cuando lo explico, muchas veces, me apasiono. Y creo que esto se transmite. Un profesor al que le aburra terriblemente su materia, transmitirá esa desidia y conseguirá hacer insufrible lo que podría ser interesantísimo. Debemos mostrar que aprender, saber, comprender, reflexionar, son cosas apasionantes, que merece mucho la pena una vida dedicada a ellas.
3. Soy exigente. Mis asignaturas no son fáciles. A parte de que con un cierto nivel de exigencia consigues que trabajen más, también es una forma de dignificar lo que haces. Si tus asignaturas son una chorradita que se aprueba sin pestañear, lo que en ella se aprende pierde importancia. Lo que es difícil, cobra valor. Aprobar un examen complicado llena de satisfacción, refuerza la autoestima, nos capacita para afrontar nuevos retos. Ser exigente no equivale a ser injusto o arbitrario, no consiste en suspender sin ton ni son. A la exigencia le debe acompañar la claridad: hay que dejar muy, muy claro qué es lo que pides, como son tus exámenes y como los corriges. Hay que ser muy justo y reconocer cuando te equivocas. A mí no me importa nada subir la nota ante la queja de un discente si creo que, realmente, no he corregido bien. Por eso, cuando entrego los exámenes en clase, dedicamos una sesión a corregirlos. De este modo ellos ven lo que han hecho, saben en qué han fallado y tienen la oportunidad de comentar conmigo cualquier cosa. El examen se convierte entonces en una herramienta más de aprendizaje y no solo en un método de calificación.
4. Busco la autoridad y el respeto en el trabajo bien hecho. Al intentar hacer las clases amenas y divertidas, pierdo autoridad, pierdo respeto. ¿Cómo lo subsano? Intentando que todo tenga sentido, que los alumnos vean que hago las cosas bien, que, a pesar de que bromeo, me tomo en serio lo que hago. Si ellos te ven trabajar, ven que todo tiene un fin y una lógica con sentido, ganarás cierto respeto. Lo peor que puedes hacer es que te vean vaguear desmotivado, que vean que ni tú te crees lo que estás haciendo, que piensas más que ellos que tu labor es absurda. ¿Cómo van a trabajar si tú no trabajas? ¿Cómo se van a motivar si te ven desmotivado?
5. Busco ser un modelo. Uno de los descubrimiento más importantes que he hecho como profesor es darme cuenta de que importa muchísimo quién dice algo para que ese algo sea significativo. Ese quién deber ser alguien, debe tener un cierto prestigio. ¿Cómo conseguirlo? En primer lugar, haciendo bien tu trabajo, pero en segundo (y aquí reconozco ser algo tramposo) buscar que te admiren, ganarte ser un modelo. Eso es difícil: eres un profesor, algo alejado a priori de lo que ellos valoran. Recuerdo un profesor de matemáticas que tuve que el primer día de clase organizaba una competición con los alumnos más brillantes. Los sacaba a la pizarra y les ponía una larga multiplicación. Les daba bastante ventaja, pero luego, él llegaba y con una velocidad de cálculo impresionante, resolvía en unos segundos las operaciones y dejaba a los pobres alumnos a la mitad de las cuentas. A partir de ese momento, el profesor no era un cualquiera, tenía habilidades dignas de admiración. A partir de entonces, por el efecto halo, lo que él decía era importante. Yo intento hacer cosas parecidas. Intento que vean que sé mucho de mi materia y, cualquier cosa que se me de bien, la llevo al aula. Les cuento viajes y vivencias que he tenido, aventuras en mi edad universitaria, logros de mi vida, todo lo que he tenido que estudiar para conseguir ser profesor, la dificultad de ciertos exámenes que superé…
6. Soy un amigo no un enemigo. Trato de que vean que no estoy allí para fastidiarles ni para hacerles la vida más difícil. No soy un problema, soy una ayuda. Intento decirles que lo que venimos a hacer en clase es bueno para ellos, muy bueno y que yo soy su servidor, me pagan para mejorar sus vidas, no para empeorarlas. Cuando suspendo a alguien, trato de que vea que me duele, que no le he suspendido con malas intenciones, que voy a darle más oportunidades, que si trabaja un poco más, conseguirá aprobar.
7. Tengo mucha paciencia. Los alumnos son adolescentes y, como tales, son infantiles, ingenuos, inquietos, repiten constantemente las mismas bobadas… Eso puede resultar exasperante, pero hay que tener en cuenta precisamente eso: son adolescentes y se comportan así porque lo son. Si se comportaran como adultos desde el principio no harían falta profesores.
8. No tengo ningún problema para dedicar mucho tiempo y esfuerzo a preparar mis clases (además creo que en eso es en lo que hay que dedicarlo siendo profesor). Me gusta llevarlo todo bastante programado, no dejar nada a la improvisación. Así, trabajo mucho en torno a lo que voy a hacer en el aula. Preparo presentaciones en Power Point (me gusta que a mis explicaciones las acompañen imágenes), diseño actividades variadas, llevo muy bien memorizado lo que voy a explicar y cómo voy a hacerlo.
Defectos:
1. Soy algo vago para ciertas cosas. Odio corregir trabajos y exámenes. Es una labor ardua y repetitiva. Por eso tardo en corregir más de lo que debiera. Esto es un grave defecto, es mi eterna lucha y me quita credibilidad con respecto a luego, exigirles esfuerzo. No obstante, cuando corrijo lo hago con bastante meticulosidad. Leo todo despacito e intento ser muy justo en la calificación. Quizá eso hace que corregir sea muy trabajoso y que por eso me dé tanta pereza. Además, soy tan imbécil que mando muchas actividades costosas de corregir: redacciones, comentarios de texto… Supongo que podría mandarles deberes más fáciles para mí y así conseguir tenerlos corregidos antes. Habrá que mejorar.
2. No consigo, siempre, mantener la misma intensidad. Tengo días buenos y días malos, días de más ánimo y días de menos. Es muy difícil mantenerte motivado y entusiasta todo el tiempo. Entonces hay temporadas en las que bajo la guardia. Llego a clase cansado y aburrido, hastiado de todo, y eso se nota. Si creas unas expectativas altas sobre tus clases, es muy complicado estar siempre a la altura. Muchas veces salgo de allí pensando en la mierda que he hecho. Y es que eso es un problema que toda profesión en la que tengas que estar de cara al público tiene: da igual que estés enfermo o deprimido, los clientes te exigirán lo mismo, y dar siempre lo mejor de ti es imposible.
3. Soy despistado y, en ocasiones, desordenado. Mal asunto: si quieres que tus críos sean, precisamente, ordenados y disciplinados, no puedes presentarte ante ellos como un desastre. Aquí el efecto de las excepciones es muy importante. Si siempre has sido ordenado y un día fallas, ellos valorarán más ese fallo que todo el año de buen hacer. Hay que estar en guardia siempre y eso es agotador.
4. Al ser cercano y simpático pierdo autoridad. Los alumnos se toman confianza muy rápido y eso hace que me cueste más mantener el orden, seguramente, más que a otros profesores más serios y distantes de trato. El problema está en que no voy a cambiar, no me sale ser brusco y autoritario, no puedo estar todo el día enfadado. Entonces, tener más problemas de disciplina es algo con lo que tengo que cargar, algo que asumo, porque si lo gano pierdo ser yo mismo. En bastantes ocasiones la culpa es enteramente mía: no puedo esperar que después de haberlos sobreexcitado con algo divertido, permanezcan en silencio inmediatamente después. No obstante, hasta hoy, no he tenido unos problemas en esta línea que me hayan preocupado demasiado (excepto casos puntuales). No pasa nada por tener que mandar callar un poco más de la cuenta si con ello consigues otras cosas más valiosas.
5. Me resulta difícil separar lo profesional de lo personal. Cuando has tenido que enfrentarte a un alumno problemático o a unos padres hiperprotectores que piensan que tú eres el único responsable de todos los problemas de su hijo, te expones a situaciones emocionalmente desagradables. Y esto te afecta. Todavía me pasa (aunque cada vez menos), irme a casa dándole vueltas a la cabeza sobre algún incidente de este tipo. Para paliar eso intento resolver los conflictos del modo más frío, más automático posible: sin un crío se pasa de la raya, intento, con la actitud más estoica posible, ejecutar el castigo: lo echas de clase sin levantar un ápice la voz y le pones un parte disciplinario sin pensar demasiado en lo que ha ocurrido. Nada ha pasado digno de mención. De este modo intento no quemarme, no sufrir el fuerte desgaste al que estamos expuestos a diario, clase tras clase. Si no tomas esta actitud y te tomas todo demasiado en serio, tendrás una baja por depresión en muy poco tiempo.
6. Soy un desastre en lo burocrático. Llevo muy mal rellenar papeles, más cuando veo que son totalmente inútiles. Al igual que dedico tiempo a preparar clases, intento dedicar lo menos posible a la burocracia. Por eso suelo hacer las tareas administrativas tarde y deprisa y corriendo.